Libro «Doctor sueño», Stephen King

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   Autor: Stephen King

Título: Doctor Sueño

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Ed.: Plaza y Janés 2013 // 608 páginas //  ISBN: 9788401354809

El retorno esperado de Stephen King, la continuación esperadísima del resplandor, la vuelta a los orígenes del autor bestseller. El escritor por antonomasia de literatura de terror regresa con «Doctor sueño» para instalarse en la lista de libros más vendidos. 

Doctor Sueño…

llevada al cine por Stanley Kubrick, con Jack Nicholson como protagonista, es una secuela de aquella que escribió hace más de tres décadas un joven King que se enfrentaba a su tercera publicación en cuatro años.

Sinopsis

Stephen King vuelve a los personajes y al territorio de una de sus novelas más emblemáticas, El resplandor. Danny Torrance ahora es un adulto, y su particular destino le llevará a salvar a una niña de 12 años (que también posee un don especial) de una tribu de gente asesina y con poderes psíquicos.

Primer capítulo de Doctor Sueño, de Stephen King

El segundo día de diciembre de un año en el que un cultivador de cacahuetes de Georgia hacía negocios en la Casa Blanca, uno de los hoteles de veraneo más importantes de Colorado ardió hasta los cimientos. El Overlook fue declarado siniestro total. Tras una investigación, el jefe de bomberos del condado de Jicarilla dictaminó que la causa había sido una caldera defectuosa. En el hotel, que permanecía cerrado en invierno, solo se hallaban presentes cuatro personas cuando ocurrió el accidente. Sobrevivieron tres. El vigilante de invierno, John Torrance, murió en el infructuoso (y heroico) intento de reducir la presión de vapor en la caldera, que había alcanzado niveles desastrosamente altos debido a una válvula de seguridad inoperante.

Dos de los supervivientes fueron la mujer del vigilante y su hijo. El tercero fue el chef del Overlook, Richard Hallorann, que había dejado su trabajo estacional en Florida para ir a ver a los Torrance porque, según sus propias palabras, había tenido «una poderosa corazonada» de que la familia se hallaba en problemas. Los dos supervivientes adultos resultaron gravemente heridos en la explosión. Solo el niño salió ileso. Físicamente, al menos. Wendy Torrance y su hijo recibieron una compensación por parte de la propietaria del Overlook. No fue astronómica, pero les alcanzó para ir tirando durante los tres años que ella estuvo incapacitada para trabajar por culpa de las lesiones en la espalda.

Un abogado al que la mujer consultó le informó de que, si estaba dispuesta a resistir y jugar duro, podría conseguir una suma mucho mayor, pues la corporación deseaba a toda costa evitarun juicio. Pero Wendy, al igual que la corporación, solo quería dejar atrás ese desastroso invierno en Colorado. Se recuperaría, dijo ella, y así fue, aunque los dolores en la espalda la atormentaron hasta el final de su vida. Las vértebras destrozadas y las costillas rotas sanaron, pero nunca dejaron de gritar. Winifred y Daniel Torrance vivieron en el centro-sur durante una temporada y luego se desviaron hacia abajo y se instalaron en Tampa. A veces Dick Hallorann (el de las poderosas corazonadas) subía desde Cayo Hueso a visitarlos. Sobre todo al joven Danny. Ambos estaban unidos por un fuerte vínculo. Una madrugada, en marzo de 1981, Wendy telefoneó a Dick y le preguntó si podría ir. Danny, dijo, la había despertado en mitad de la noche y la había prevenido de que no entrara en el cuarto de baño. Tras ello, el chico se había negado rotundamente a hablar.

Se despertó con ganas de hacer pis. En el exterior soplaba el viento. Era cálido —en Florida casi siempre lo era—, pero no le gustaba su sonido, y suponía que jamás le gustaría. Le recordaba al Overlook, donde la caldera defectuosa había sido el menor de los peligros. Danny y su madre vivían en un estrecho apartamento de alquiler en un segundo piso. Salió de la pequeña habitación, junto a la de su madre, y cruzó el pasillo. Sopló una ráfaga de viento y una palmera moribunda, al lado del edificio, batió sus ramas con estruendo. El ruido propio de un esqueleto. Cuando nadie estaba usando la ducha o el inodoro siempre dejaban la puerta del baño abierta, porque el pestillo estaba roto; sin embargo, esa noche la encontró cerrada. Pero no porque su madre estuviera dentro. Como consecuencia de las heridas faciales sufridas en el Overlook, ahora roncaba —unos débiles quip-quip—, y en ese momento él la oía roncar en el dormitorio. Bueno, debió de cerrarla por error, eso es todo. Ya entonces sospechaba (él mismo era un muchacho de poderosas corazonadas e intuiciones), pero a veces uno tenía que saber. A veces uno tenía que ver. Era algo que había descubierto en el Overlook, en una habitación de la segunda planta. Estirando un brazo que parecía demasiado largo, demasiado elástico, demasiado deshuesado, giró el pomo y abrió la puerta.

La mujer de la habitación 217 estaba allí, él sabía que estaría. Se encontraba sentada en la taza del váter, con las piernas separa das y los pálidos muslos hinchados. Sus pechos verduscos pendían como globos desinflados. La mata de vello bajo el estómago era gris; también sus ojos, que parecían espejos de acero. La mujer vio al muchacho y sus labios se estiraron en una mueca burlona. Cierra los ojos, le había aconsejado Dick Hallorann hacía mucho tiempo. Si ves algo malo, cierra los ojos, repítete que no está ahí, y cuando vuelvas a abrirlos, habrá desaparecido. Sin embargo, en la habitación 217, cuando tenía cinco años, no había funcionado, y tampoco funcionaría ahora. Lo sabía. Percibía su olor. Se estaba descomponiendo. La mujer —conocía su nombre: señora Massey— se levantó pesadamente sobre sus pies púrpura, con las manos extendidas hacia él. La carne le colgaba de los brazos, casi goteando. Sonreía como cuando se ve a un viejo amigo. O como cuando se está ante una golosina. Con una expresión que podría haberse confundido con la calma, Danny cerró la puerta con suavidad y retrocedió. Observó cómo el pomo giraba a la derecha… a la izquierda… otra vez a la derecha… y por fin se quedaba inmóvil. Tenía ocho años y, para su terror, cierta capacidad de pensamiento racional. En parte porque, en un lugar profundo de su mente, llevaba tiempo esperándolo. Aunque siempre había pensado que sería Horace Derwent quien se presentaría tarde o temprano. O tal vez el barman, aquel a quien su padre había llamado Lloyd. No obstante, debería haberse imaginado que sería la señora Massey incluso antes de que sucediera. Porque de todas las cosas no-muertas en el Overlook, ella había sido la peor.

La parte racional de su mente le decía que la mujer no era más que un fragmento de pesadilla no recordada que le había perseguido más allá del sueño y a través del pasillo hasta el cuarto de baño. Esa parte insistía en que si volvía a abrir la puerta, no habría nada ahí dentro. Seguro que no habría nada, ahora que estaba despierto. Sin embargo, otra parte de él, una parte que resplandecía, sabía más. El Overlook no había acabado con él. Al menos uno de sus espíritus vengativos le había seguido la pista hasta Florida. Una vez se había encontrado a esa mujer despatarrada en una bañera. Había salido e intentado estrangularle con sus dedos de pez (pero terriblemente fuertes). Si ahora abría la puerta del cuarto de baño, ella concluiría el trabajo. Se arriesgó a arrimar una oreja a la puerta. Al principio no sucedió nada. Y entonces oyó un ruido apenas perceptible. Uñas de dedos muertos arañando la madera. Danny caminó hasta la cocina con piernas ausentes, se subió a una silla y orinó en el fregadero. A continuación despertó a su madre y le dijo que no utilizara el cuarto de baño porque dentro había una cosa mala. Hecho esto, regresó a la cama y se hundió bajo las sábanas. Quería quedarse ahí para siempre, levantarse únicamente para hacer pis en el fregadero. Ahora que había avisado a su madre, no tenía ningún interés en hablar con ella. Para su madre, lo de no hablar no era nuevo. Ya había sucedido antes, después de que Danny se aventurase en la habitación del Overlook.

—¿Hablarás con Dick?

Tendido en la cama, alzando la vista hacia ella, asintió con la cabeza. Su madre llamó por teléfono, pese a que eran las cuatro de la madrugada. Al día siguiente, tarde, llegó Dick. Traía algo. Un regalo.

Después de que Wendy telefoneara a Dick —se aseguró de que su hijo la oyera—, Danny volvió a dormirse. Aunque ya tenía ocho años e iba a tercer curso, se estaba chupando el pulgar. A ella le dolió ver que hacía eso. Fue al cuarto de baño y se quedó parada mirando la puerta. Tenía miedo —Danny la había asustado—, pero necesitaba entrar y no pensaba orinar en el fregadero como su hijo. Imaginarse a sí misma haciendo equilibrios en el borde de la encimera con el trasero suspendido sobre la porcelana (aunque no hubiera nadie allí para verla) le hizo arrugar la nariz. En una mano empuñaba el martillo de su pequeña caja de herramientas de viuda. Lo alzó al tiempo que giraba el pomo y abría la puerta del baño. Estaba vacío, por supuesto, pero la tapa del váter estaba bajada. Nunca la dejaba así antes de irse a la cama porque sabía que si Danny entraba, solo un diez por ciento despierto, era propenso a olvidarse de levantarla y mancharlo todo de pis. Además, se notaba cierto olor. Fétido. Como si una rata se hubiera muerto entre las paredes.

Dio un paso, luego otro. Vislumbró un movimiento y giró sobre sus talones, el martillo en alto, para golpear a quienquiera (lo que fuese) que se escondiera detrás de la puerta. Pero era solo su sombra. Se asustaba de su propia sombra, a veces la gente se mofaba, pero ¿quién tenía más razones para asustarse que Wendy Torrance? Después de todas las cosas que había visto y por las que había pasado, sabía que las sombras podían ser peligrosas. Podían tener dientes. No había nadie en el cuarto de baño, pero detectó una mancha descolorida en la taza del váter y otra en la cortina de la ducha. Excrementos, fue lo primero que pensó, pero la mierda no tenía ese color púrpura amarillento. Miró más de cerca y distinguió trozos de carne y piel putrefactos. Había más en la alfombrilla de baño, con forma de pisadas. Pensó que eran demasiado pequeñas —demasiado delicadas— para ser de un hombre.

—Oh, Dios mío —musitó.

Al final terminó usando el fregadero. Wendy sacó a su hijo de la cama a mediodía. Logró que comiera un poco de sopa y medio sándwich de mantequilla de cacahuete, pero después volvió a acostarse. Seguía sin querer hablar. Hallorann apareció poco después de las cinco, al volante de su ahora antiguo (aunque bien conservado y cegadoramente reluciente) Cadillac rojo. Wendy se había apostado tras la ventana, a la espera y expectante, como en otro tiempo esperara expectante la llegada de su marido, con la esperanza de que Jack volviera a casa de buen humor. Y sobrio. Corrió escaleras abajo y abrió la puerta justo cuando Dick estaba a punto de tocar el timbre donde indicaba TORRANCE. El hombre extendió los brazos y ella se lanzó a abrazarlo de inmediato, deseando permanecer allí envuelta por lo menos una hora. Quizá dos. Él la soltó y la cogió por los hombros con los brazos estirados del todo.

—Tienes un aspecto estupendo, Wendy. ¿Cómo está el hombrecito? ¿Ha vuelto a hablar?

—No, pero contigo hablará. Aunque al principio no lo haga en voz alta, tú podrás… —En lugar de concluir la frase, amartilló una pistola imaginaria con los dedos y la apuntó a su frente.

—No necesariamente —repuso Dick. Su sonrisa dejó al descubierto una nueva y brillante dentadura postiza. El Overlook se había cobrado la mayoría de sus dientes la noche en que explotó la caldera. Jack Torrance blandía el mazo de roque que se llevó la prótesis dental de Dick y la capacidad de Wendy para andar sin una ligera cojera, pero ambos comprendían que en realidad el culpable había sido el hotel—. Es muy poderoso, Wendy, me bloqueará si quiere. Lo sé por propia experiencia. Además, será mejor que hablemos con la boca. Mejor para él. Ahora cuéntame todo lo que ha pasado.

Hecho esto, Wendy le enseñó el cuarto de baño. Había dejado las manchas para que él las viera, como un agente de policía preservaría la escena de un crimen hasta que apareciera el equipo forense. Y allí se había cometido un crimen, sí. Un crimencontra su hijo. Dick examinó los restos durante un buen rato, sin tocarlos, y luego asintió con la cabeza.

—Vamos a ver si Danny ya se ha despertado.

Seguía acostado, pero el corazón de Wendy se iluminó ante la expresión de alegría de su hijo al ver quién estaba sentado a su lado en la cama y le sacudía el hombro. (eh Danny te he traído un regalo) (no es mi cumpleaños)

Wendy los observaba, consciente de que estaban hablando pero ignorando de qué.

—Levántate, pequeño —dijo Dick—. Vamos a dar un paseo por la playa. (Dick ha vuelto la señora Massey de la habitación 217 ha vuelto)

Dick volvió a sacudirle el hombro.

—Dilo en voz alta, Dan. Estás asustando a tu madre.

—¿Cuál es mi regalo?

—Eso está mejor. —Dick sonrió—. Me gusta oírte, y a Wendy también.

—Sí. —Fue todo lo que ella se atrevió a decir. De lo contrario, habrían oído el temblor de su voz y se habrían preocupado. No quería eso.

—Mientras estemos fuera, a lo mejor quieres limpiar el cuarto de baño —le dijo Dick—. ¿Tienes guantes de cocina? Ella asintió con la cabeza.

—Bien. Póntelos.

La playa estaba a tres kilómetros. Sórdidos reclamos playeros —franquicias de pasteles, puestos de perritos calientes, tiendas de regalos— rodeaban el aparcamiento, pero era la época etiquetadacomo fin de temporada y ninguno hacía mucho negocio. Tenían la playa casi para ellos solos. En el trayecto desde el apartamento, Danny había llevado su regalo —un paquete rectangular, bastante pesado, envuelto en papel plateado— en el regazo.

—Podrás abrirlo después de que charlemos un rato —dijo Dick.

Caminaron al borde de las olas, donde la arena estaba dura y brillante. Danny andaba despacio, porque Dick era bastante viejo. Algún día moriría. Tal vez incluso pronto.

—Tengo intención de aguantar unos cuantos años más —aseguró Dick—. No te preocupes por eso. Ahora cuéntame lo que pasó anoche. No te dejes nada.

No tardó mucho. Lo difícil habría sido hallar las palabras para describir el terror que sentía en ese preciso momento, y cómo se enmarañaba en una sofocante sensación de certidumbre: ahora que la mujer lo había encontrado, nunca se iría. Sin embargo, puesto que era Dick, no necesitó palabras, aunque encontró algunas.

—Ella volverá. Sé que volverá. Volverá y volverá hasta que me atrape.

—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos?

Aunque sorprendido por el cambio de rumbo en la conversación, Danny asintió. Hallorann había sido quien les había hecho, a él y a sus padres, la visita guiada en su primer día en el Overlook. Hacía muchísimo de aquello, o eso parecía.

—¿Y te acuerdas de la primera vez que hablé dentro de tu cabeza?

—Claro que sí.

—¿Qué te dije?

—Me preguntaste si quería irme a Florida contigo.

—Exacto. ¿Y cómo te sentiste al saber que ya no estabas solo?

—Genial —dijo Danny—. Fue genial.

—Sí —asintió Hallorann—. Sí, por supuesto.

Caminaron en silencio durante un rato. Algunos pajarillos —piolines, los llamaba la madre de Danny— entraban y salían a todo correr del oleaje.

—¿Nunca te extrañó que me presentara justo cuando me necesitabas?

—Dick miró a Danny y sonrió—. No. Claro que no. ¿Por qué iba a extrañarte? Eras un niño, pero ahora eres un poco mayor. En algunos aspectos, mucho mayor. Escúchame, Danny. El mundo tiene sus mecanismos para mantener las cosas en equilibrio. Eso es lo que creo. Hay un dicho: Cuando el alumno esté preparado, aparecerá el maestro. Yo fui tu maestro. —Eras mucho más que eso —dijo Danny. Cogió a Dick de la mano—. Eras mi amigo. Nos salvaste. Dick pasó por alto ese comentario… o eso pareció.

—Mi abuela también tenía el resplandor. ¿Te acuerdas de que te lo conté?

—Sí. Dijiste que tú y ella os sentabais en la cocina a charlar sin siquiera abrir la boca.

—Exacto. Ella me enseñó. Y su abuela le enseñó a ella, allá en la época de los esclavos. Algún día, Danny, te tocará a ti ser el maestro. El alumno vendrá.

—Si la señora Massey no me atrapa antes —puntualizó Danny con aire taciturno.

Llegaron a un banco y Dick se sentó.

—No me atrevo a ir más lejos; no sea que no pueda volver. Siéntate a mi lado. Quiero contarte una historia.

—No quiero historias —dijo Danny—. Ella volverá, ¿no lo entiendes? Volverá y volverá y volverá.

—Cierra la boca y abre las orejas. Es hora de instruirte. —Entonces Dick le ofreció una amplia sonrisa y exhibió su radiante dentadura nueva—. Creo que captarás la idea. Eres cualquier cosa menos estúpido, pequeño.

La madre de la madre de Dick —la que tenía el resplandor— vivía en Clearwater. Era Abuela Blanca. No porque fuese caucásica, claro que no, sino porque era buena. El padre de su padre vivía en Dunbrie, Mississippi, una comunidad rural no muy lejos de Oxford. Su esposa había muerto tiempo antes de que Dick naciera. En aquel lugar y en aquella época, ser propietario de una funeraria para un hombre de color equivalía a ser rico. Dick y sus padres iban a verlo cuatro veces al año, y el jovencito Hallorann odiaba aquellas visitas. Le aterrorizaba Andy Hallorann, al que llamaba —solo en su propia mente, expresarlo en voz alta le habría valido un tortazo en los morros— Abuelo Negro.

—¿Sabes qué es un pederasta? —le preguntó Dick a Danny—. ¿Tipos que quieren niños para sexo?

—Más o menos —respondió Danny con cautela. Desde luego sabía que no debía hablar con desconocidos ni subirse jamás a un vehículo con nadie que se lo pidiera. Porque podrían hacerte cosas.

—Bueno, el viejo Andy era más que un pederasta. Era, además, un maldito sádico.

—¿Qué es eso?

—Alguien que disfruta haciendo daño.

Danny asintió con inmediata comprensión.

—Como Frankie Listrone en el colegio. Les estruja el brazo a los niños o les frota los nudillos en la coronilla. Si no puede hacer que llores, para. Pero como te pongas a llorar, nunca te deja en paz.

—Eso está mal, pero esto era peor.

Dick se sumió en lo que cualquiera que pasara por allí habría tomado por silencio, pero la historia avanzó en una serie de imágenes y frases conectoras. Danny vio a Abuelo Negro, un hombre alto con un traje tan oscuro como su piel, que llevaba una clase especial de sombrero en la cabeza. Vio los brotecillos de saliva que siempre tenía en la comisura de los labios, y sus ojos ribeteados de rojo, como si estuviera cansado o acabara de llorar. Vio cómo sentaba a Dick —más pequeño de lo que era Danny ahora, probablemente de la misma edad que Danny en aquel invierno en el Overlook— en su regazo. Si había gente delante, a lo sumo le hacía cosquillas. Si estaban solos, ponía la mano entre las piernas de Dick y le apretaba las pelotas hasta tal punto que él pensaba que iba a desmayarse de dolor. «¿Te gusta? —jadeaba Abuelo Negro Andy en su oído. Olía a tabaco y a whisky White Horse—. Claro que sí, a todos los niños les gusta. Pero te guste o no, no vas a decir ni pío. Si lo cuentas, te haré daño. Te quemaré.»

—¡Mierda! —exclamó Danny—. Qué asqueroso.

—Había más cosas —prosiguió Dick—, pero solo te contaré una. Después de que su mujer muriera, el abuelo contrató a una señora para que le ayudara con las tareas de la casa. Ella limpiaba y cocinaba. A la hora de la cena, servía todos los platos a la vez, desde la ensalada hasta el postre, porque así era como le gustaba al viejo. De postre siempre había tarta o pudin. Se ponía en una bandejita o en un platito cerca del plato principal, para que lo vieras y te entraran ganas de comerlo cuando todavía estabas escarbando en la otra bazofia. Una regla inflexible del abuelo era que el postre se miraba pero no se tocaba hasta que te hubieras terminado el último bocado de carne frita con verduras cocidas y puré de patatas. Incluso tenías que rebañar la salsa, que estaba llena de grumos y era bastante insípida. Si me dejaba un poco de salsa, Abuelo Negro me tiraba un trozo de pan y me decía: «Úntala con eso, Dickie-Bird, hasta que el plato brille como si el perro lo hubiera limpiado a lengüetazos». Así me llamaba, Dickie-Bird. De todas formas, a veces no podía con todo, por mucho que lo intentara, y me quedaba sin tarta o pudin. Entonces él cogía el postre y se lo comía. Y otras veces, cuando sí me terminaba toda la cena, me encontraba con que había aplastado una colilla en mi porción de tarta o en mi pudin de vainilla. Eso era porque siempre se sentaba a mi lado. Luego fingía que había sido una broma. “Ups, no he acertado en el cenicero”, decía. Mis padres nunca le pusieron freno, pero bien debían de saber que, aunque fuera una broma, no era justo que se la gastara a un niño. Ellos tambiénfingían.

—Qué mal —dijo Danny—. Tus padres tendrían que haberte defendido. Mamá lo hace, y antes también papá.

—Le tenían miedo. Y hacían bien. Andy Hallorann era un mal bicho, de lo peor. Decía: «Vamos, Dickie, cómete lo de alrededor, que no te vas a envenenar». Si le daba un bocado, mandaba a Nonnie, que así se llamaba el ama de llaves, a que me trajera un postre nuevo. Si no, ahí se quedaba. La situación llegaba al extremo de que nunca podía acabarme la comida porque se me revolvía el estómago.

—Tendrías que haber movido la tarta o el pudin al otro lado del plato —comentó Danny.

—Ya lo intenté, por supuesto, no nací tonto. Pero él lo volvía a poner ahí diciendo que el postre iba a la derecha. —Dick hizo una pausa, contemplaba el agua, donde una embarcación blanca de gran eslora surcaba despacio la línea divisoria entre el cielo y el golfo de México—. A veces, cuando me pillaba solo, me mordía. Y una vez que le amenacé con contárselo a mi padre si no me dejaba en paz, me apagó un cigarrillo en el pie descalzo. Dijo: «Cuéntale también esto, y ya verás de qué te sirve. Tu papá ya conoce mis costumbres y jamás dirá una palabra, porque es un cagado y porque quiere el dinero del banco cuando me muera, lo que pasa es que no tengo planeado hacerlo pronto».

Danny escuchaba con estupefacta fascinación. Siempre había pensado que la historia de Barba Azul era la más aterradora de todos los tiempos, la más aterradora que jamás haya habido, pero esta la superaba. Porque era verdad.

—A veces decía que conocía a un hombre malvado que se llamaba Charlie Manx, y que si no le obedecía, llamaría a ese individuo, que vendría con su coche de lujo y me llevaría a un sitio para niños malos. Después el Abuelo me ponía la mano entre las piernas y comenzaba a apretar. «Así que no vas a decir ni pío, Dickie-Bird. Si hablas, vendrá el viejo Charlie y te meterá con los otros niños que ha robado hasta que te mueras. Y luego irás al infierno y tu cuerpo arderá para siempre. Por haberte chivado. Dará igual que te crean o no, un chivato es un chivato». Durante mucho tiempo creí al viejo cabrón. Ni siquiera se lo conté a Abuela Blanca, la del resplandor, porque tenía miedo de que creyera que yo tenía la culpa. De haber sido mayor, habría sabido que eso no pasaría, pero era un crío. —Hizo una pausa, y luego añadió—: Además, tenía otro motivo. ¿Sabes cuál era, Danny?

Danny estudió el rostro de Dick durante un rato largo, sondeando los pensamientos e imágenes tras su frente. Por fin, respondió: —Querías que tu padre recibiera el dinero. Pero nunca lo consiguió.

—No. Abuelo Negro lo dejó todo a un orfanato para negros en Alabama, y me figuro por qué. Pero eso ahora no viene al caso.

—¿Y tu abuela buena nunca se enteró? ¿Nunca lo adivinó?

—Sabía que algo ocurría, pero yo lo bloqueaba, y ella no me molestó con el tema. Lo único que me dijo fue que cuando yo estuviera preparado para hablar, ella estaría preparada para escuchar. Danny, cuando Andy Hallorann murió a causa de un derrame cerebral, fui el chaval más feliz de la tierra. Mi madre dijo que no hacía falta que asistiera al funeral, que podía quedarme con la abuela Rose, Abuela Blanca, si quería, pero no me lo iba a perder. Por nada del mundo. Quería estar seguro de que el Viejo Abuelo Negro había muerto de verdad». Aquel día llovía. Todo el mundo se hallaba alrededor de la tumba, bajo paraguas negros. Observé cómo su ataúd, el más grande y el mejor de su funeraria, no me cabe duda, desaparecía bajo la tierra, y me acordé de todas las veces que me había retorcido las pelotas y de todas las colillas en mi tarta y del cigarrillo que me apagó en el pie y de cómo mandaba en la mesa igual que el viejo rey loco de aquella obra de Shakespeare. Pero, sobre todo, me acordé de Charlie Manx, que sin duda era pura invención del abuelo, y que el Viejo Abuelo Negro ya nunca le llamaría para que viniera en mitad de la noche y me llevara en su coche de lujo a vivir con los demás niños y niñas raptados. »Me asomé al borde de la tumba (“Deja al chaval que mire”, dijo mi padre cuando mi madre intentó frenarme), escruté el ataúd en ese agujero mojado y pensé: “Ahí abajo estás dos metros más cerca del infierno, Abuelo Negro, y muy pronto llegarás, y espero que el diablo te dé mil veces con una mano ardiendo”.

Dick rebuscó en el bolsillo de sus pantalones y sacó un paquete de Marlboro con un librillo de cerillas encajado en el celofán. Se puso un cigarrillo en la boca y luego tuvo que perseguirlo con el fósforo porque le temblaba la mano, y también le temblaban los labios. Danny se quedó atónito al advertir lágrimas en los ojos de Dick. Sabiendo ahora hacia dónde se encaminaba esa historia,

Danny preguntó:

—¿Cuándo volvió?

Dick dio una profunda calada a su pitillo y exhaló el humo a través de una sonrisa.

—No has necesitado atisbar el interior de mi cabeza para captarlo, ¿verdad?

—No.

—Seis meses más tarde. Un día llegué a casa de la escuela y lo encontré tumbado en mi cama, desnudo y con el pito medio podrido empinado. Dijo: «Ven y siéntate aquí encima, Dickie- Bird. Tú dame mil y yo te daré dos mil». Grité, pero no había nadie que pudiera oírme. Mis padres…, los dos estaban trabajando, mi madre en un restaurante y mi padre en una imprenta. Salí corriendo y cerré la puerta de golpe. Y oí que Abuelo Ne gro se levantaba… pum… y cruzaba la habitación… pum-pumpum… y lo que oí después…

—Uñas —concluyó Danny con voz apenas audible—. Arañando la puerta.

—Exacto. No volví a entrar hasta la noche, cuando mis padres ya estaban en casa. Se había ido, pero quedaban… restos.

—Ya. Como en nuestro cuarto de baño. Porque se estaba pudriendo.

—Exacto. Cambié las sábanas yo solo, sabía hacerlo porque mi madre me había enseñado dos años antes; decía que ya era demasiado mayor para necesitar una canguro, que las canguros eran para niños y niñas pequeños como los que cuidaba ella antes de conseguir el trabajo de camarera en Berkin’s Steak House. Una semana más tarde, vi al Viejo Abuelo Negro en el parque, sentado en un columpio. Llevaba puesto su traje, pero estaba todo cubierto de una sustancia gris, el moho que crecía en su ataúd, creo.

—Sí —dijo Danny. Su voz fue un vítreo susurro. Fue lo máximo que logró decir.

—Pero tenía la bragueta abierta, con el aparato asomando. Siento contarte todo esto, Danny, eres demasiado joven para oír estas cosas, pero es necesario que lo sepas.

—¿Acudiste entonces a Abuela Blanca?

—Tenía que hacerlo. Porque sabía lo que tú sabes: seguiría volviendo. No como… Danny, ¿has visto gente muerta alguna vez? Me refiero a gente muerta normal. —Se echó a reír porque le pareció gracioso. A Danny también—. Fantasmas.

—Algunas veces. Una vez había tres cerca de un cruce de ferrocarril: dos chicos y una chica. Adolescentes. Creo… es posible que murieran allí.

Dick asintió con la cabeza.

—La mayoría se quedan cerca de donde fallecieron hasta que por fin se acostumbran a estar muertos y siguen adelante. Algunas de las personas que viste en el Overlook eran de ese tipo.

—Lo sé. —El alivio por poder hablar de esas cosas (con alguien que realmente las entendiera) resultaba indescriptible—. Y una vez había una mujer en un restaurante. ¿Sabes esos sitios que tienen las mesas fuera?

Dick volvió a asentir.

—Esta no se transparentaba, pero nadie más la veía, y cuando una camarera empujó para dentro la silla donde estaba sentada, la mujer fantasma desapareció. ¿Tú también los ves a veces? —Hace años que no, pero tu resplandor es más intenso que el que yo tenía. Se retrae un poco a medida que creces…

—Bien —dijo Danny con fervor.

—…pero a ti te quedará mucho incluso cuando seas adulto, eso creo, porque empezaste con una cantidad enorme. Los fantasmas normales no son como la mujer que viste en la habitación 217 y en tu cuarto de baño. Es así, ¿verdad?

—Sí. La señora Massey es real —afirmó Danny—. Va dejando trozos de sí misma. Tú los viste. Mamá también… y ella no resplandece.

—Volvamos —propuso Dick—. Es hora de que veas lo que te he traído.

El regreso al aparcamiento fue aún más lento, porque Dick se quedaba sin resuello.

—El tabaco —explicó—. No empieces nunca, Danny.

—Mamá fuma. Ella cree que no lo sé, pero sí. Dick, ¿qué hizo Abuela Blanca? Algo tuvo que hacer, porque Abuelo Negro no te atrapó.

—Me dio un regalo, el mismo que yo voy a darte a ti. Esa es la misión de un maestro cuando el alumno está preparado. La enseñanza es un regalo en sí misma, ¿sabes? El mejor regalo que cualquiera puede dar o recibir. Ella no llamaba al abuelo Andy por su nombre, sino que le decía… —Dick sonrió burlonamente— el previrtido. Le dije lo mismo que tú, que él no era un fantasma, que era real. Y dijo que sí, que era cierto, porque yo lo hacía real. Con el resplandor. Me contó que algunos espíritus, principalmente los espíritus que están enfadados, no abandonan este mundo porque saben que lo que les espera es todavía peor. Con el tiempo, la mayoría se consumen hasta desaparecer, pero algunos encuentran comida. “Eso es el resplandor para ellos, Dick”, me dijo. “Comida. Estás alimentando a ese previrtido. No lo haces adrede, pero es así. Tu abuelo es como un mosquito que no deja de revolotear y picarte en busca de sangre. Yo no puedo hacer nada, pero tú puedes volver en su contra aquello que viene a buscar.” Habían llegado al Cadillac. Dick abrió el coche y luego se sentó al volante con un suspiro de alivio.

—En otro tiempo habría sido capaz de andar quince kilómetros y correr otros siete u ocho. Ahora, un paseíto por la playa y mi espalda protesta como si un caballo le hubiera pegado una coz. Venga, Danny. Abre tu regalo.

Danny rompió el papel plateado y descubrió una caja de metal pintado de verde. En la parte delantera, bajo el cierre, había un pequeño teclado.

—¡Eh, qué chula!

—¿Sí? ¿Te gusta? Bien. La compré en Western Auto. Acero cien por cien americano. La que me dio Abuela Blanca Rose tenía un candado, con una llavecita que yo llevaba colgada alrededor del cuello, pero hace mucho tiempo de eso. Estamos en los ochenta, la edad moderna. ¿Ves el teclado numérico? Lo que tienes que hacer es marcar cinco números que estés seguro de que no olvidarás y pulsar el botoncito en el que pone SET. Luego, cada vez que quieras abrir la caja, teclearás tu código. Danny parecía encantado.

—¡Gracias, Dick! ¡Guardaré aquí mis cosas especiales!

Estas incluirían sus mejores cromos de béisbol, su rosa de los vientos de los Lobatos, su piedra verde de la suerte y una foto de su padre y él tomada en el jardín delantero del edificio de apartamentos donde habían vivido en Boulder, antes del Overlook. Antes de que las cosas se volvieran malas.

—Eso es estupendo, Danny, me gusta la idea, pero además quiero que hagas otra cosa.

—¿Qué?

—Quiero que conozcas bien esta caja, por dentro y por fuera. No te limites a mirarla; tócala. Pálpala. Luego mete la nariz y averigua a qué huele. Es necesario que sea tu amiga íntima, al menos durante un tiempo.

—¿Por qué?

—Porque vas a crear una igual en tu mente. Una caja todavía más especial. Y la próxima vez que esa perra de Massey aparezca, estarás preparado. Te explicaré cómo, igual que la vieja Abuela Blanca me lo explicó a mí.

Danny apenas habló en el trayecto de vuelta. Tenía mucho en que pensar. Sujetaba su regalo —una caja de seguridad hecha de resistente metal— en el regazo.

La señora Massey regresó una semana después. Volvió a aparecerse en el cuarto de baño, esta vez en la bañera. A Danny no le sorprendió. Al fin y al cabo, había muerto en una bañera. Esta vez no huyó. Esta vez entró y cerró la puerta. La mujer, sonriendo, le indicó por señas que se acercara. Danny, también sonriendo, avanzó. Desde la habitación contigua le llegaba el sonido de la televisión. Su madre estaba viendo Apartamento para tres.

—Hola, señora Massey —dijo Danny—. Le he traído algo. En el último momento ella lo entendió y empezó a gritar.

Instantes después, su madre llamaba a la puerta del baño.

—¿Danny? ¿Estás bien?

—Perfectamente, mamá. —La bañera estaba vacía. Quedaban restos de alguna sustancia viscosa, pero Danny creyó que podría limpiarlos. Un poco de agua se los llevaría por el desagüe—. ¿Necesitas entrar? Saldré enseguida.

—No, solo es que… me ha parecido que me llamabas.

Danny agarró su cepillo de dientes y abrió la puerta.

—Estoy bien al cien por cien. ¿Ves? —Le brindó una amplia sonrisa. No fue difícil ahora que la señora Massey se había esfumado.

La expresión de preocupación abandonó el rostro de Wendy.

—Bien. No olvides cepillarte los de atrás. Ahí es donde la comida va a esconderse.

—Lo haré, mamá.

Dentro de su cabeza, muy dentro, en el estante donde estaba la gemela de su caja de seguridad especial, Danny oía gritos amortiguados. No les prestó atención. Pensó que cesarían pronto, y no se equivocaba.

Dos años más tarde, el día antes de las vacaciones de Acción de Gracias, en mitad de una escalera desierta en la Escuela Primaria de Alafia, Horace Derwent se le apareció a Danny Torrance. Había confeti en los hombros de su traje. Una pequeña máscara negra le colgaba de una mano en descomposición. Hedía a tumba.

—Magnífica fiesta, ¿verdad? —preguntó.

Danny dio media vuelta y se alejó, muy rápido. Al acabar las clases, telefoneó al restaurante de Cayo Hueso donde trabajaba Dick.

—Otro de la Gente del Overlook me ha encontrado. ¿Cuántas cajas puedo tener, Dick? En mi cabeza, quiero decir.

Dick soltó una risita.

—Tantas como necesites, pequeño. Esa es la belleza del resplandor. ¿Crees que Abuelo Negro es el único al que yo he tenido que encerrar?

—¿Se mueren ahí dentro?

Esta vez no hubo risitas. Esta vez en la voz de Dick había una frialdad que el chico nunca antes le había oído.

—¿Te importa?

A Danny le traía sin cuidado. Cuando el otrora propietario del Overlook volvió a presentarse poco después de Año Nuevo —esta vez en el armario del dormitorio de Danny—, el chico se hallaba preparado. Se metió dentro con su visitante y cerró la puerta. Instantes después, una segunda caja de seguridad apareció en la balda superior de su estantería mental, junto a la que confinaba a la señora Massey. Se oyeron más golpes y varias maldiciones ingeniosas que Danny se guardó para poder usarlas más adelante. Cesaron enseguida. De la caja Derwent solo salía silencio, igual que de la caja Massey. Que estuvieran o no vivos (a su manera no-muerta) ya no importaba. Lo que importaba era que jamás saldrían. Estaba a salvo. Eso pensó entonces. Por supuesto, también pensaba que jamás probaría la bebida, no después de ver lo que le había hecho a su padre. A veces sencillamente erramos el tiro.

 
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