Libro El hombre que cabía en una botella de anís del mono

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Autor: Antonio Romero «Antero»

Título: El hombre que cabía en una botella de anís del mono

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Editorial Sportula 2014, 99 páginas

Descripción del libro «El hombre que cabía en una botella de anís del mono»

«Pesaría sus ocho arrobas, dicen. Y un día entero se le iba en entrar en la botella y otro en salirse, afirman. Totalmente en cueros, según cuentan, se pringaba de aceite por completo, desde la barba de los huevos al envés de los párpados. Cuando le resbalaban hasta las ideas se arrimaba al toro. Siempre arrancaba por la pierna izquierda, por el dedo gordo. Eso era lo primero que enfilaba en el botellín.» 

¿Queréis saber más? 

«El hombre que cabía en una botella de anís del mono» es, sin la menor duda, una de las más chocantes recopilaciones de relatos que el lector puede echarse al coleto: compuesta de viñetas breves, impactantes, en ella Antonio Romero se adentra con decisión en un extraño territorio que podríamos calificar de «costumbrismo surrealista» para mostrarnos un paisaje extraño y retorcido que, sin embargo, no se aparta nunca de la cotidianidad.

Sobre el autor: Antonio Romero

A Antonio Romero lo nacieron en Hospitalet de Llobregat, Barcelona, aunque afirma no recordarlo. Estudió poco y mal hispánicas y fotografía y ha dado tumbos por bastantes sitios, como Córdoba, Madrid, Galicia, Asturias y Málaga. Actualmente existe en Terrassa. Una de sus ex parejas lo definió en cierta ocasión como «una persona muy aburrida a la que le gusta reír». Se afeita una vez por semana. Sólo cree en Mirza Delibasic. Pierde paraguas. Se medica lo indispensable. Y como toda la buena gente, le tiene cariño al Coyote y al pan con aceite

Promoción del libro

Previo al lanzamiento del libro, el autor promocionó «El hombre que cabía en una botella de anís del mono» con estos textos: 

Faltan 10 días

—Y «el infinito nos alcanza a todos»?
—Psss.
—¿Y «el infinito y medio?»?
—Psss.
—¿Y «el infinito según se mire»? No, no, mejor: «el ángulo idóneo para observar el
infinito»?
—¡Y dale con el infinito de los huevos! Cuando te ataca lo universal resultas muy cansino,
Bartolo, que lo sepas.
—Y tú muy rayente cuando buscas título. Que también lo sepas. Qué necesidad tengo yo
de meterme en tus vericuetos, que lo tonto se contagia como la mala peste y las muelas
picadas. ¡Vete con Dios, esaborío, porque el diablo no te soporta!

Faltan 9 días

—¿Y con qué anda peleado?
—Dice Manolita que con el título.
—¿Le van a sacar un libro?
—Eso se cuenta.
—¿A su edad?
—Coño, ni que fuera a cumplir los 90.
—Tampoco los 20, Manolita, tampoco los 20. Mira que estos trapicheos, con el cuerpo
mozo, mejor o peor se torean, pero cuando se allega la edad, ¡ay, cuando se allega la edad!
Que la edad es muy remala y dañina, Manolita, lo peor que se ha inventado, que con la
edad la peca se agranda a verruga y el picor a reúma. Fíjate tú las paperas. Más de dos y
de tres que agarraron las paperas con la barba echada quedaron endebles de sesos para
los restos. Acuérdate de lo que te digo, Manolita, acuérdate.
—Pero corto ya es de por sí, sin necesidad de que le saquen el libro.
—Quitando la muerte toda dolama puede ir a peor.
—¡Hala con la muerte! ¡Qué ganas de mentar cuervos y lutos tienes, chiquilla!

Faltan 8 días

—Da susto: achaparrado y comiéndose la cabeza.
—¡Mira que como se mate!
—¿Y por qué se va a matar?
—¿Y por qué no? Un tonto está para hacer tontás y puede más un tonto entretenido que
una yunta de bueyes: eso lo pregonaba mi abuelo y son las dos verdades que sostienen el
mundo.
—Pero ¿se endroga otra vez?
—Manolita dice que caga duro.
—Escuchadme bien, estos malestares y calenturas, y las otras polleces que arrastra en la vida, le vienen de donde le vienen.
—¿De un mal aire?
—De leer, Indalecio, de leer. Porque en el leer, como es mecanismo de la cabeza, aunque
no te lo propongas, piensas. Y de pensar a no sacarle utilidad a la vida va el salto de un
piojo.
—Ahí, ahí, que si nos hubieran concebido para pensar nos habrían puesto la cabeza donde
la entrepierna.
—O injertado tres cabezas, como los pulmones.
—O treinta, como las costillas.
—Y si tenemos una sola cabeza, y donde menos le luce al cuerpo, por algo será: para
cavilar un ratico al caer la tarde, o mientras se mea, y después a por lo que de verdad no
estorba.
—¿A meneártela?
—O a lo que encarte. Que somos lo que semos y estamos hechos de mantecas. Y esto… ¿a
qué venía?
—Que le van a sacar un libro pero que se le ha atascado el título.
—¿Otra vez se endroga?
—Que no, que dice Manolita que caga duro.

Faltan 7 días

—Cienes y cienes de veces te lo dije, Manolita, cienes y cienes de veces: búscatelo regular
que los buenos no existen.
—Qué cruz, Manolita, qué cruz te ha tocao. Y eso que tenías a medio pueblo pisando por
donde pisabas, chiquilla. Que de habérsete antojado un dentista, un dentista habría
llamado a tu puerta.
—Los queriendos tienen eso: ven lo que quieren ver.
—Vamos, que enseñan a los ciegos a no ver.
—¿Y por qué no lo descambias por otro, Manolita?
—Le habrá cogido cariño.
—¡Ay, el cariño, maldita maldición! Del amor todavía se cura una, ¿verdad, Manolita?
Que lo escuchas una noche aliviarse el vientre en dos pedorretas y ya tienes el amor
remediado. Pero el cariño, ¡ay, el cariño!, ¡se agarra como sanguijuela honda, el tunante!
—En fin, Manolita, qué cruz te ha tocao, qué cruz.

Faltan 6 días

—Pero él se lava, ¿no, Manolita?
—Que sí.
—Pues entonces no te quejes, que todo se le soporta al hombre menos la olor.
—Y el roncar en sinfonía.
—Y la mucha cantina.
—Y el trasnoche verbenero.
—Y las manos largas.
—Y el fandango corto.
—¿Y si lo llevaras al médico, Manolita?, a que le hagan unos análisis. Los análisis
enmiendan cualquier achaque. Es ciencia más grande que los milagros. ¿Eh, Manolita, por qué no lo llevas a que le hagan unos análisis? Porque lavarse me dijiste que se lavaba,
¿no, Manolita?
—Que sí, leñe.
—Entonces yo probaba con los análisis. Si se lava, yo probaba con los análisis.

Faltan 5 días

—Degüellas una gallina, afiebrada o secas de carnes, que los satánicos semos malos pero
no derrochadores. Con el pescuezo rebanado, a modo de brocha ensangrentada, vas
pintando por las paredes emblemas del apocalipsis por venir, alfilerazos al niño Jesús, al
chomino de la Virgen María, porculos a los trece apóstoles, y cualquier garabato feo que
se te pase por las mientes, que el señorito, a espabilado, le gana al hambre, y entiende
hasta los idiomas recién inventados. Luego haces gárgaras con aguardiente arisco y
peleón, y cuando tengas la voz arañada a contrapelo, y solo entonces, recitas los
padrenuestros negros que te enseñé. Del derecho y del revés. Al cuarto se asomará. Lo
tratas con respeto pero sin peloteos, que no se puede engañar a quien patentó el engaño, y
sin arrimarte en demasía, a una distancia prudencial de los pitones, vaya que sin
queriendo o de voluntad te aviente una corná, le explicas la dolama que te quita el sueño.
—Pero… ¿sabrá titular?
—¡El que más, joven padawan, el que más!

Faltan 4 días

—«Lo material como fuente inagotable de materia; método para la vertebración de una
supraconciencia neoespiritual que preñe de incorporeidad nuestro cotidiano existir y lo
derive hacia regiones místicas donde se anclan las Siete Potencias del Ser Primordial».
—Y digo yo, señor boticario…
—Diga usted.
—… la propuesta de título posee un tonelaje que apabulla, no cabe discusión, pero ¿qué
tiene que ver con lo escrito?
—No me salga usted ahora con que el título ha de aludir al texto.
—Hombre…
—¡Cuánto moderno, por Dios, cuánto moderno!
—¿Y «La Bella y la Bestia»?
—Está cogido, Venancio.
—¿Y «Aladino»?
—También.
—¿Y «La Sirenita»?
—Lo mismo, Venancio.
—Jo, se han quedado con todos los buenos. ¿Y «Buscando a Nemo»?
—Yo los títulos no me los leo. Para que así el libro me pille de sopetón. Es que los títulos
echan a perder los libros, que lees «Guerra y paz» y ya capaste al gorrino, porque un
cuento con el final sabido no entretiene ni al amigo ni al vecino.
—«Los de Cornalejo son unos ceporros».
—Pero cómo vas a titular así, alma de cántaro, ofenderás a los del pueblo de al lado.
—Los de Cornalejo no son personas. Les falta conocimiento.
—Que no. —Bueno, pues «Cuánto hijoputa y qué bien vestidos que están».
—¿Y eso a qué viene?
—A lo que venga. Pero ¿tengo o no tengo razón?
—Sigue sin haber relación con la sustancia de lo escrito.
—¡Y dale con lo moderno! ¡Que lo moderno está más antiguo que el mear a favor del
viento, rediós!

Faltan 3 días

—Pues visto a lo lejos no parecía bicho tan raro.
—Porque desde lejos las olores no te llegan. Y todos somos la misma persona: con dos
piernas, dos brazos y por encima una cabeza.
—Y saludaba con educación, ¿eh?
—Y daba su tabaco.
—Y miraba a la Genara cuando se agachaba.
—Vamos, lo que cualquier persona en sus cabales. Pero fue liarse con eso del título y
acabar con las tripas revueltas y engurruñado, como enfermo que ya ha traspuesto las
penúltimas.
—Mala cara tiene, sí.
—Coño, la de siempre, que lo feo no llega a dolama.
—¿Y si se estuviera muriendo, y estos arrebatos fueran los pataleos del que oye sus
campanas de difuntos?
—Morir, lo que se dice morir, aquí nos estamos muriendo todos los vivos. Que solo el
fiambre no camina hacia su tumba.
—Que no, que lleva con estas cruces demasiadas semanas. Y un costoso morir es señal de
buena salud. Porque o te mueres en un repronto, aquí te pillo aquí te mato, o aguantas
viviendo lo que no está escrito. Como mi consuegro Landelino: empezó a morirse a los 66
años de un patatús que le estropició la mitad derecha del cuerpo y no le dimos sepultura
hasta los 96. Y todavía durante la extremaunción, ya con pierna y media en el otro barrio,
se le puso tan tiesa que don Bartolo, el párroco, mandó un intermedio porque a aquello le
faltaba seriedad: «me allego con el óleo sagrado después de la siesta, a ver si por entonces
anda menos verraco». Tal que así dijo. Pues bien, ni después de la siesta, ni al otro día, ni
al siguiente, que bajó bandera a la semana y media el condenao.

Faltan 2 días

—Manolita, ¿y si se te hace moro? El cuñado de la Josefa, otro también de la capital, se
acostó un lunes tan católico como el Papa, y a la mañana del martes se despertó moro de
la morería, comulgando con la hostia de Mahoma y poniéndole velitas a sus santos.
—Pero el cuñado de la Josefa está más hecho, con más estudios y formado. ¡Este es una
piltrafilla!
—Y se le nota faltón y poco puesto en dioses.
—Quita, quita, cuando un dios te coge cornuda y con la factura de la luz por pagar, ¿quién
no cree?
—Tú no te angusties, Manolita, en caso de que se te hiciera moro lo sabrías. Los moros le
echan jamón a todo. Al gazpacho, a las morcillas, a los entremeses…
—¿Los moros? —Sí.
—¿Los moros comen jamón?
—¿Los moros de aquí?, ¡y tanto! Los moros de otras religiones no te lo sabría decir, mujer,
pero los moros de aquí… ¡y tanto! Dejan los huesos pelados: maza, contramaza, babilla,
jarrete y punta.

Falta 1 día

—¿«El hombre que cabía en una botella de anís del mono»? ¿Y con ese título se queda?
—Pues sí.
—¡… y qué te podías esperar de quién no elucubra como manda el rodar del mundo! Que
elucubrar va delante de lo primero, Manolita, y si no se elucubra en condiciones, pasa lo
que pasa.
—¡Pero qué tontá!
—Pues sí.
—… el Ruiz, bajando la calle de la botica, como elucubraba malamente a distancia,
atropelló con el tractor a los que estaban sentados a la fresca. ¡A siete embistió!
—Tanto comerse cruda la cabeza para esto.
—Pues sí.
—… y el Gandía, ¿os acordáis?, de no elucubrar como las personas católicas y decentes le
salieron unas ronchas feas por donde mean los hombres y no aguantó entre los vivos ni
dos meses.
—Esto lo cuentas y no te creen.
—Pues sí.
—… y al niño de la Dominga, porque elucubraba torpón y con algo de cojera, la vaquilla de
unas fiestas lo corneó y lo dejó inválido permanente cerca de tres años.
—Nunca hay que pedirle peras al olmo.
—Pues sí.
—… que sin elucubrar con potencia y derechura se llega a pocos sitios, Manolita, a muy
pocos.
—En fin, tanto rabiar de dolor en el parto, tanto rabiar de dolor en el parto, para luego
acabar todos comidos de gusanos.
—Pues sí.

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